viernes, 15 de abril de 2011

Al fondo a la derecha.

Has discurrido en que vives ajeno a esa imagen, esa fotografía, ese retrato que ameniza zafios coloquios de domingo. Pero te has metido de lleno en ese cuadro de falacias y ardides, te has colocado en el punto de mira, en el centro del meollo. Has puesto precio a tu cabeza aún cuando creías haberte mantenido al más estricto margen.
Recuerda aquel día en el que decidiste cambiarte por un rictus de agrado y un tono de complacencia, porque ese día pediste ser buscado, perseguido y encontrado.

Hace años que te están buscando y tú aún no lo sabes. Hace semanas que te persiguen y tú todavía no te has dado cuenta. Hace siglos que te han encontrado, y ni siquiera te has inmutado. 

Subsistencia en un tiempo que no coexiste con su misma realidad.


domingo, 10 de abril de 2011

La oda al deshonor: por una, dos, y hasta tres fariseas.

Érase que se era, un día de lo más peculiar. 
Un dies Saturni por antonomasia. Un espejismo en el que se vislumbraba júbilo disfrazado de ignición. Incandescente. Abrasador. E incluso calcinador. Una contienda ad meridiem de la que solamente Ares era soberano. 
Palabras ya expresas habían dado lugar al armisticio de las partes. Sin embargo, surgió un ataque de entre el grupo de las fariseas, quizá el más deleznable que exite: aquél que se acomete hiriendo por el envés. 

Descubrí entonces a una damisela que se abría paso entre la batalla. Sus cabellos oscuros contrastaban con sus vestiduras, del mismo color que la sangre. Su paso era firme, y su gesto encantador. Contempló a aquellas que habían intentado lastimarla con insidia, dedicándoles su mirada más desilusionada. No hallaron ira en ella, ni cólera, ni exasperación, ni rabia, ni furia, ni enojo. Simplemente, impasibilidad. 
Entonces la comprendí. 

Prefirió ser odiada por sus propias palabras, que querida por sus fingidos silencios.
Al fin y al cabo, ella nunca fue farisea.


martes, 5 de abril de 2011

Búscame un color. Que sea únicamente para mí.

Sigo sin encontrarme en este sitio. Nada parece ajustarse a mí; a lo que yo piense, crea, o sienta. No hay caídas al vacío, ni cortes en la respiración, ni delirios de entre semana.
He intentado buscarme, lo juro. Pero cada vez que lo intento, aumenta mi frustración al no encontrar ninguna pista, ni una sola señal que me indique una dirección que tomar. Aún así sigo sin creer que me haya perdido, debe haber alguien de entre uno de estos rebaños que entienda lo que me ocurre. Levantaré la mano por si alguien puede ver que me he separado de la fila. Igual alguien se ha perdido y no está donde tiene que estar. Le diré que busque conmigo un camino alternativo.

Algunas veces me detengo en el medio de la llanura, y observo a los demás. Parecen tan dispuestos y capaces, tan satisfechos con lo que ya parecen tener predispuesto, tan decididos a decir sí.
A veces me miran desde la lejanía, fijan su mirada en mí y más tarde se vuelven con un gesto de reprobación. Sé a ciencia cierta que les incomoda mi manera de entender la forma de las cosas. Pero no me importa.
Prometo que seguiré buscándome. Y cuando me encuentre te buscaré a ti.

domingo, 3 de abril de 2011

Dedicado al tercer punto suspensivo

Es la transición a cámara lenta. Sentir el adiós de una aviesa septena que puede sobrevenir a algo todavía peor: otros siete días de frustración y desasosiego. Períodos de veinticuatro horas en los que los alicientes para afrontar la siguiente jornada escasean más que el papel higiénico en un servicio público.

El mundo se para y la realidad se detiene. Un tiempo muerto para débiles y un asedio para enfaenados. El principio del fin ya es algo muy lejano. El fin del principio se antoja inmediato. 
Las madrugadas ya no se rinden a los neones, ni las tardes al bisbiseo de los párvulos. El viento únicamente arrulla el silencio, y las calles ya solo custodian el lugar de lo que ahora ya no está; lo que ya no es, lo que se ha perdido y parece tan difícil que vuelva.

Cafés de melancolía en rincones de soledad.




Sí, a mí tampoco me gustan los domingos. 

viernes, 1 de abril de 2011

Hay puñales en las sonrisas de los hombres. Cuanto más cercanos son, más sangrientos.

No las puedes distinguir entre la multitud. Son capaces de pasar inadvertidas como el mejor de los camaleones, envenenar como la más sigilosa de las tarántulas, y de arrastrarse y reptar entre los más horribles pensamientos como la peor de las víboras.
Tampoco las reconocerás en un vis a vis. Su falta de carisma, personalidad y otras cualidades diferenciadoras hacen que sus únicos atributos residan en lo más oscuro de su ser; a saber: su indignidad, ruindad y vileza. No debes dejarte engañar por sus pérfidas palabras de pluma descompuesta, que solamente buscarán llegar al peor de tus perfiles, para después ulularlo al mejor postor. Tampoco debes hacer caso a sus fingidos ademanes de preocupación, cuyo único fin será buscar tu ocaso; o sus hipócritas sonrisas de complacencia, simple muestra del regocijo que experimentan al cumplir sus repugnantes tretas.


Ándate con ojo. Se adherirán a tu persona bajo el más simple de los pretextos, y simularán el más irreal de los afectos. Están ahí afuera, esperando un momento tuyo de debilidad para poder acometer sus manipulaciones, fraudes y demás artimañas; a menudo tan míseras en la forma como malintencionadas e hirientes en la realidad. 

A mí ya me ha ocurrido. Yo ya he probado todos y cada uno de sus cianuros, y aún así ninguno ha conseguido el efecto deseado. Después de todo, has de tener en cuenta el mayor de sus desaciertos: no saber elegir a su víctima. Con servidora no han logrado su meta, ni lo harán nunca.

Por eso querido amigo y lector, te hago partícipe de una reflexión que me ha rondado la cabeza mientras escribía estas palabras: Aquellas personas que te invitan a su mesa en una celebración, gastándose sus dineros en tu cubierto, cuando no aplauden tu presencia junto a la suya, no son merecedores del mejor de tus bienes: tu confianza.

Por eso te pido que te hagas eco de mis palabras. Léelas. Escúchalas. Y después actúa como mejor creas conveniente. Pero si algún día caes en la trampa, recuerda aquello que un día leíste entre estas líneas.
Sólo aquél que cree en ti, merece que tú creas en él.

viernes, 4 de marzo de 2011

Así, no.

No sé qué es lo que me horroriza más de este desaguisado; el color del vestido, el corte, cómo le queda a Penélope o el hecho de que haya pensado que este atuendo es una elección acertada para los Oscar.
Por no hablar de que nuestra Pe más internacional se ha dedicado a ser paseada -que no a pasearse- por su flamante marido por la alfombra roja del teatro Kodak en L.A. ¿Qué te ha pasado, Penélope? De ser una de las siempre mejor vestidas del evento, a la mujer del malencarado del lugar.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Hechos reales de mi vida, versionados por mi cabeza. Primera Parte.

Hace algunas semanas comencé a caminar por un amplio prado colmado con luz del sol y enormes sonrisas de luz y color. Todavía puedo sentir la suave brisa recorriendo mi melena, y el sonido de la hierba agitándose en el más embriagador de los silencios, arrullado por el leve cántico de los pájaros.
Sin embargo, quien me conoce sabe que no soy persona de amables diseños encuadrados en visiones utópicas. Siempre me ha llamado más la atención aquello que no concuerda, que desentona; una nota solitaria en la más dulce de las sinfonías, algo que atrapa a todos tus sentidos por la excentricidad de sus características.

Así que tras varias semanas de libertad amparada por el más azul de los cielos, encontré algo (o quizá a alguien, o quizá a ambos) que parecía seguir unas directrices muy similares a las mías. Reparé entonces, en los rasgos que parecían definir su ser: aversión dorada, repugnancia pétrea, amor congelado. Algo que, casualmente, encajaba a la perfección con todo aquello que habitaba, y siempre ha habitado, mi desordenada cabecita.
Me di cuenta entonces, que aquel ser tan similar, tomaba un camino apartado del prado, que yo no había conseguido divisar aún, y que parecía llevar por una senda oscura, aunque no siniestra, y que desembocaba en la entrada de una pequeña cueva, recogida por la más densa vegetación y protegida de hasta el último rayo de luz por altísimos árboles que copaban por completo la visión de la bóveda celeste.

Decidí seguirlo. Más que caminar, él avanzaba dando traspiés, hasta que se adentró en la cueva, y sus pies redujeron la velocidad, escudriñando cada pequeño paso que hacían. Y entonces reparó en mi presencia.

Entablamos conversación. Las palabras se convirtieron de repente, en la mejor manera de enfocar una misma visión de las cosas. Como si por arte de magia se tratase, los pensamientos de uno, se materializaban al instante con palabras que salían de la boca del otro.
Y entonces fue él quién reparó en ella. La oía tan claramente como su propia respiración. Los sonidos de su voz llegaban a todas las paredes de la cueva, del dentado suelo que tenía bajo los pies y del rocoso techo que había sobre él..., vibraciones a las que su cuerpo respondía como si estuviera hecho de un material del que sólo ella conocía la existencia. Ya no tenía nombre. Ya no quería salir de allí.
Porque ambos sentían el dolor cuando miraban el sol.