Es la transición a cámara lenta. Sentir el adiós de una aviesa septena que puede sobrevenir a algo todavía peor: otros siete días de frustración y desasosiego. Períodos de veinticuatro horas en los que los alicientes para afrontar la siguiente jornada escasean más que el papel higiénico en un servicio público.
El mundo se para y la realidad se detiene. Un tiempo muerto para débiles y un asedio para enfaenados. El principio del fin ya es algo muy lejano. El fin del principio se antoja inmediato.
Las madrugadas ya no se rinden a los neones, ni las tardes al bisbiseo de los párvulos. El viento únicamente arrulla el silencio, y las calles ya solo custodian el lugar de lo que ahora ya no está; lo que ya no es, lo que se ha perdido y parece tan difícil que vuelva.
Cafés de melancolía en rincones de soledad.
Sí, a mí tampoco me gustan los domingos.
A los domingos sólo hay que verles un lado que normalmente está oculto...
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