domingo, 12 de diciembre de 2010

Hechos reales de mi vida, versionados por mi cabeza. Primera Parte.

Hace algunas semanas comencé a caminar por un amplio prado colmado con luz del sol y enormes sonrisas de luz y color. Todavía puedo sentir la suave brisa recorriendo mi melena, y el sonido de la hierba agitándose en el más embriagador de los silencios, arrullado por el leve cántico de los pájaros.
Sin embargo, quien me conoce sabe que no soy persona de amables diseños encuadrados en visiones utópicas. Siempre me ha llamado más la atención aquello que no concuerda, que desentona; una nota solitaria en la más dulce de las sinfonías, algo que atrapa a todos tus sentidos por la excentricidad de sus características.

Así que tras varias semanas de libertad amparada por el más azul de los cielos, encontré algo (o quizá a alguien, o quizá a ambos) que parecía seguir unas directrices muy similares a las mías. Reparé entonces, en los rasgos que parecían definir su ser: aversión dorada, repugnancia pétrea, amor congelado. Algo que, casualmente, encajaba a la perfección con todo aquello que habitaba, y siempre ha habitado, mi desordenada cabecita.
Me di cuenta entonces, que aquel ser tan similar, tomaba un camino apartado del prado, que yo no había conseguido divisar aún, y que parecía llevar por una senda oscura, aunque no siniestra, y que desembocaba en la entrada de una pequeña cueva, recogida por la más densa vegetación y protegida de hasta el último rayo de luz por altísimos árboles que copaban por completo la visión de la bóveda celeste.

Decidí seguirlo. Más que caminar, él avanzaba dando traspiés, hasta que se adentró en la cueva, y sus pies redujeron la velocidad, escudriñando cada pequeño paso que hacían. Y entonces reparó en mi presencia.

Entablamos conversación. Las palabras se convirtieron de repente, en la mejor manera de enfocar una misma visión de las cosas. Como si por arte de magia se tratase, los pensamientos de uno, se materializaban al instante con palabras que salían de la boca del otro.
Y entonces fue él quién reparó en ella. La oía tan claramente como su propia respiración. Los sonidos de su voz llegaban a todas las paredes de la cueva, del dentado suelo que tenía bajo los pies y del rocoso techo que había sobre él..., vibraciones a las que su cuerpo respondía como si estuviera hecho de un material del que sólo ella conocía la existencia. Ya no tenía nombre. Ya no quería salir de allí.
Porque ambos sentían el dolor cuando miraban el sol.